Supongo que a todos los que nos gusta escribir se nos puede ir la mano alguna vez, cuando nos calentamos al teclado o aferrados al boli, cuando nos dejamos llevar por el vértigo de las blancas extensiones desoladas, ya sean de nieve, de papel o de pantallas de ordenador... (vaya, el “horror vacui”, que decían los antiguos), y tratamos de vencerlo escribiendo sin ton ni son. Si encima aquello de lo que escribes constituye una de las pasiones de tu vida, el peligro puede ser máximo. Releyendo mi “post” llamado “Impresiones...”, colgado hace un tiempo y escrito hace mucho más, veo que acabo proclamando cómo allí arriba los problemas cotidianos se despojan de su trascendencia, cómo la vida se reduce a lo esencial...
Vamos a ver, no es que no piense que sea así, porque creo que fui sincero y realmente es así, sino simplemente que se me vienen a la cabeza unas cuantas situaciones en las que las circunstancias de “abajo” o personales, ajenas al entorno inmediato, marcaron profundamente mi percepción de la montaña y mi actitud ante ella, situaciones en las que “mutilé” en cierta manera mi experiencia de la montaña porque no pude o supe descolgarme esas mochilas mentales. U otras en las que, pese a la “esencialidad” de la permanencia allí arriba, tenía tantas ganas de volver abajo que incluso creo que me perdí experiencias casi trascendentes... En definitiva, situaciones en las que no me apliqué o no me pude aplicar mi “sabia” reflexión (que, insisto, creo que por sí misma es válida...). Será aquello de que “en casa del herrero cuchara de palo”, o simplemente que, pese a los esfuerzos, uno no puede controlar completamente su “equilibrio individual”, como lo llamaba Loquillo en una canción memorable.
El caso es que me apetece contaros alguno de aquellos momentos en que no me apliqué el cuento, instantes tal vez de flaqueza, o simplemente bajones inevitables en el grado de autocontrol que todos deberíamos practicar por nuestro propio bien... -bueno, bueno, bueno, qué terreno más movedizo así sin más, de buenas a primeras: ¿no es máximo autocontrol el no disfrutar al máximo de una cima, no dejarte llevar por la euforia y el éxtasis, porque estás proyectando en tu cabeza los detalles del descenso que te aguarda, como me pasó en el Dom en el 96?
Os de decir en mi descargo que tengo la sensación de que los “bajones” originados en mi bagaje personal se me presentan cada vez menos, o de que cada vez los venzo con menos dificultades. Quizás sean simplemente cosas de la edad, que nos ayuda a ir sabiendo qué y quiénes somos, aunque nos arrebate a cambio la explosividad física de los veinteañeros. Y también puedo deciros que las “pérdidas de placer” en las cimas cada vez se producen menos, quizás también por las cosas de la edad: he ido descubriendo poco a poco, con el paso del tiempo, que el gozo es perfectamente compatible con la previsión.
Como ya os hablé del Balcón de Pineta y del Monte Perdido en el post “¿La identidad perdida?”, seré muy conciso sobre lo que me pasó allí en marzo del 87, un año y medio después de “cerrar” mi “pacto” con la montaña. Me presenté allí arriba otra vez con Iosu y otro compañero circunstancial (Xavier, a quien no he vuelto a ver), después de una pernocta más o menos dura a media subida porque se nos echó la noche encima y se puso a nevar. Yo iba algo enfriado, y cuando llegué al Balcón por la mañana temprano y vi lo que nos aguardaba me sentí desfallecer. Iosu y Xavier se metieron en la norte directa, mientras yo me quedaba en el Balcón viéndoles progresar a buen ritmo y con una enorme cara de tonto, que sólo reflejaba mi situación interior: decepción, enfado, frustración, consciencia de mis miedos, y en definitiva un deseo estúpido e intensísimo de largarme de allí. Todo les fue bien y nos reencontramos por la noche en la tienda. Y hasta que no estuve en el coche al día siguiente (por cierto, cubierto por la nevada de la noche) no me relajé. Cosas que pasan y que en diciembre del 88 resolví para siempre subiendo la norte directa con mi buen amigo Juan Carlos, ya entonces casi un alpinista de verdad. He de reconocer que no me he atrevido a repetirla por mí mismo…
Una sensación parecida tuve en verano del 89 en los Picos de Europa, cuando subimos desde el refugio de Vegarredonda hasta
El roquedo personalísimo de la zona de Picos, en agosto del 2005.
No hace mucho, en marzo del 2003, experimenté algo parecido en una pernocta en el llamado refugio de pescadores que hay en Vallibierna, donde estábamos instalados para subir al día siguiente al Aneto por
Uno de los ejemplos más llamativos de todo lo que os cuento, y que por suerte acabó de una forma diferente, es lo que me ocurrió en verano del 98 en los Alpes. Además os puedo colgar las diapos digitalizadas de aquellos días. Habíamos subido al Strahlhorn desde el refugio Britannia, después de un día entero de espera por culpa del mal tiempo (que a mí me quemó muchísimo mentalmente) y habiendo renunciado a un ataque al Allalinhorn por el Hohlaubgrat.
El Strahlhorn desde Britannia, al día siguiente de nuestra ascensión. El glaciar de Allalin desciende de la derecha, desde el Adlerpass. Se remonta el glaciar, muy largo, hasta el collado, y de él a la cima.
La verdad es que, cuando descendíamos por el remonte hacia Saas Fee bajo un cielo radiante y con la intención de adentrarnos en el Oberland e intentar el Aletschhorn, me di cuenta de que mi ansia de seguir haciendo actividad se había esfumado como el humo de un cigarrillo en una ventisca. Era como si hubiera gastado de pronto todos los cartuchos de esta salida alpìna, proyectada desde hacía meses, como si el largo glaciar del Allalin me hubiera absorbido todas las energías físicas y sobre todo psíquicas para continuar: recuerdo que incluso les planteé a mis acompañantes, Ferran y Pep, la posibilidad de descartar las actividades en un previsible Aletschhorn muy duro y dedicarnos a cosas más suaves, como el Alphubel, que teníamos muy a mano en Saas Fee y sin ninguna aproximación (dos años más tarde nos hicimos un Alphubel potentísimo por su vertiente oeste y con un tiempo muy malo). Se negaron en redondo.
Aquí les comía la moral a mis compañeros... Por suerte, el hada que toca con su varita la cabeza de Pep les volvió inmunes a mis neurosis...
Con esta tesitura mental tan poco adecuada encaré esa misma tarde la remontada desde Betten hasta lo alto de la cadena herbosa que separa el valle principal del Valais del valle lateral por donde discurre el Grosseraletschgletscher (me gusta así, en alemán, todo seguido, como un porrazo en las entendederas….). Yo sólo lo conocía por fotografías, y su contemplación directa me quitó el aliento, o el poco aliento que me quedaba en esos momentos.
Mi primer contacto en directo con el Grosseraletschgletscher a la caída de la tarde. Aquí mismo vivaqueamos.
Era un espectáculo bárbaro y descomunal, impropio de nuestras civilizadas montañas europeas, de una belleza salvaje propia de otras cordilleras más altas y exóticas. Recuerdo que les di la tarde a Pep y a Ferran, exteriorizando algunas de mis borrascas mentales… De boca para afuera verbalizaba lo que había leído de la ruta del Aletschhorn a propósito del descenso hasta el nivel del glaciar, de la travesía de sus dos kilómetros de anchura, que se dicen pronto, de sus campos de grietas, de los peligros del pico… Y mientras les calentaba la cabeza y miraba obsesivamente la superficie del hielo, herido por los últimos rayos del sol, de boca para adentro estas consideraciones, digamos que técnicas, se entremezclaban con otras muchas de índole estrictamente personal… Aquella noche nos quedamos vivaqueando allí mismo, bajo un impresionante cielo estrellado. Me dio la medianoche bien pasada con los ojos abiertos como platos y una inquietud que me hacía retorcerme en el saco como un gusano gigante. Toda la película mental que transcurría ante mí se conformaba por secuencias inconexas, carentes de guión, en las que se superponían momentos de pánico por el campo de grietas que nos aguardaba, momentos de agotamiento por la larguísima aproximación a plena carga del día siguiente, momentos de ansiedad por estar en otro lugar, en cualquier otro lugar…, momentos de añoranza por estar con mi familia, por fin de vacaciones como yo pero sin mí…, momentos de rabia por haberme dejado arrebatar la motivación de esta manera, momentos de furia por no poder controlar semejante avalancha de sensaciones y sentimientos contradictorios, por no poder aplicar los protocolos de “higiene mental” que tan bien explican las enseñanzas orientales…
En fin, nos levantamos temprano, a la hora prevista, y empecé a discurrir como un autómata por el sendero que flanquea todavía muy alto sobre el glaciar, con una apatía que me hacía contemplar con total indiferencia los esfuerzos de Pep por encontrar la traza adecuada que nos descendiera hasta el borde del hielo. Como es un buen sabueso la acabó encontrando, y acabamos calzándonos los crampones, encordándonos y penetrando en esta textura única y mágica que ofrece el hielo vivo.
Allí está Pep husmeando la ruta para bajar al glaciar. Aún tuve reflejos para sacar esta foto.
Mientras bajamos al hielo, una mirada en línea recta hacia el valle lateral de MIttelaletschglestcher, rematado por el Aletschhorn. Como os explico luego, no es recomendable seguir en línea recta entre la segunda morrena y la boca del valle. Es preferible cruzar más a la derecha.
Equipándonos.
Cuando vi que avanzábamos bien hasta la primera morrena central me animé un poco, e incluso un poquito más cuando, siguiendo en línea recta hacia la boca del valle del Mittelaletschgletscher, nuestro objetivo, llegamos a la segunda morrena sin grandes problemas, navegando por ese mar de hielo surcado por petrificadas ondulaciones.
Pep y Ferran entre la primera y la segunda morrena, con un terreno estupendo. Al fondo, el Mischabel, el Matterhorn y el Weisshorn.
Yo incluso me permití posar en esta foto preciosa que me sacaron en el mar de hielo.
Pero desde esta segunda morrena hasta el borde norte del glaciar pretendimos avanzar también en línea recta, y entonces sí que nos metimos de cabeza en el caos de grietas. Casi sin darnos cuenta nos fuimos adentrando en un terreno en el que las grietas eran cada vez más grandes, ya no se podían saltar sencillamente y obligaban a rodearlas cada vez durante más metros hasta encontrar un puente decente o una anchura asumible. Hubo un momento en que no podíamos apenas ni avanzar ni retroceder, sino únicamente movernos lateralmente entre tanto abismo sin progresar lo más mínimo.
Hay muy pocas fotos del caos de grietas, no estábamos para tonterías. Aquí estamos empezando a salir de él.
Esta sensación de estar atrapado comenzaba a sacarme de quicio... Ninguno estuvo en peligro inmediato, nadie resbaló en el borde de ninguna grieta, la cordada no se quedó medio colgando en ninguna parte, no se rompió ningún puente... Simplemente es que parecía que no se podía salir de allí. Tuvimos que hacer un considerable esfuerzo de concentración para ir avanzando, yo especialmente debido a la peligrosa actitud de apatía con la que había encarado la jornada... Conseguimos desplazarnos muy poco a poco a una zona menos quebrada, después de emplear una cantidad enorme de tiempo y energías, y por fin pisamos tierra firme en el borde del glaciar. Estábamos sudando. Nos detuvimos un buen rato y, contra mi costumbre cuando estoy en plena subida, me puse a fumar: estaba casi frenético...
La ruta gana por la derecha del todo el collado nevado que se ve, y luego remonta todo el filo-lomo hasta la cima.
Luego, más relajados, nos introdujimos en un sendero estupendo que surcaba las morrenas del valle lateral de Mittelalestch, hasta contactar con el hielo de su glaciar. Ya remontando, y mirando hacia atrás, comprendimos que la ruta para evitar el pérfido campo de grietas era otra, más larga pero más segura; y efectivamente así lo comprobamos cuando volvimos dos días después. Esta intuición fruto de una observación ya un poco serena, y a toro pasado, me imbuyó de un mínimo de tranquilidad, pero fue sobre todo la belleza brutal de este valle glaciar en estado puro, perdido en el corazón más salvaje y solitario de los Alpes, lo que fue ayudándome a ganar la batalla contra mí mismo y contra la tensión generada en el campo de grietas. Al fondo, ante nosotros, la cima aguda del Aletschhorn se levantaba sobre un vertiginoso flanco de seracs que cubría todo el fondo del valle, un marco alucinante que ninguno de nosotros había experimentado antes (y eso que era la quinta vez que yo iba a los Alpes...). Era casi irreal, un telón pintado sobre un escenario inmediato cuyas tablas eran el azul profundo del hielo por el que caminábamos, sembrado de innumerables piedras pardas y marrones de todos los tamaños.
Por fin, tras una larga remontada por el zócalo rocoso del margen izquierdo del valle (a nuestra derecha según subíamos, lado oriental), alcanzamos el pequeño refugio-vivac de Mittelalestch, a unos 3.000 metros de altura. Llevábamos a la espalda todo el material de pernocta porque ya suponíamos que no podíamos contar en pleno agosto con una instalación libre tan reducida, de apenas 12 o 14 plazas. De hecho, ya estaba casi completamente ocupado cuando llegamos, y ésta era una circunstancia que había venido generando desde hacía mucho rato en mi cabeza sorprendentes y violentas imágenes, he de decir que impropias de mí, en las que desalojaba a pioletazos a todo aquél que nos impedía instalarnos cómodamente... ¡Qué barbaridad, realmente yo aquel día estaba desconocido...! ¡Y no estaba dormido o inconsciente, simplemente tenía la mente en una especie de raro “stand by” mientras todas mis capacidades se empleaban en mover mi cuerpo hacia arriba y en vencer mis inercias psicológicas!
Pese a las nueve horas empleadas en la aproximación, no estábamos especialmente cansados, la verdad (no sé si tendría cuerpo ahora mismo para meterme en algo así...). Como ya pasaban las cuatro de la tarde, no disponíamos de demasiado tiempo para relajarnos antes de instalarnos y comer algo. Todo el entorno del refugio era un áspero pedregal sin un palmo liso. Pep, haciendo uso de su inveterado ingenio de castor (no sólo porque sea arquitecto, sino porque le gusta manipular cosas y tiene la paciencia de una hormiga), dio con algunos tablones y los fue instalando, ayudado por Ferran, para formar una plataforma donde plantar la tienda (estrenábamos
La obra maestra de Pep. Al fondo, nuestra montaña.
Bueno, entonces y sólo entonces, cuando por fin conseguí despojarme de los bucles mentales en los que venía debatiéndome desde el día anterior, cuando conseguí salir por fin de mí mismo y entregarme a la causa común, sin obsesiones ni tonterías, empecé a vislumbrar que estábamos allí para hacer algo grande, algo hermoso. Dormí como un niño y al día siguiente nos marcamos un Aletschhorn memorable, seguramente la cima más poderosa y bella de mi vida, junto con el Dom del Mischabel de un par de años antes (del que también podría explicar cosas interesantes; otro día os las cuento…). Anduvimos los tres finos y estimulados tanto física como mentalmente, transformados en auténticas criaturas de alta montaña, fuertes y atentos ante posibles problemas pero nunca desentendidos de la maravillosa experiencia que estábamos viviendo. Sin bajar la guardia jamás, no me perdí ni el más mínimo detalle de todo aquello. Fue emocionante, y creo que aún lo es. Y reflexionando sobre todo ello, como he tenido que hacer para escribir esto, llego a la conclusión de que obtuve algunas respuestas... La montaña, es lo que tiene...
Todo el tramo final del pico, aún mucho trecho, desde cerca del collado cuyo nombre no recuerdo (tal vez alestchjoch o alestchpass??), a unos 3.600.
Ferran y Pep sobre el filo por encima del collado.
Remontando las pendientes somitales, con la Jungfrau y el Mönch al fondo.
Y desembocando en el altiplano bajo la cima. Ya se ve Konkordia y el Finsteraarhorn.
Y ya desde la cima, imponente la confluencia de Konkordia, con los Fiescherhorn a la izquierda y el Finster, soberbio, a la derecha.
Y aquí estoy yo, feliz y liberado de mis paranoias, con todos los Alpes del Valais al fondo...
Y también me sacaron esta foto preciosa bajando por la arista, con mis "antenas" de radiotelegrafista a cuestas...
Ferran se mira nuestra montaña a la mañana siguiente de la ascensión. Ya es nuestra, ya somos uno.
Pep, Ferran y yo despidiéndonos del Aletsch. ¡Qué sentimientos tan diferentes los míos a los de 48 horas antes...!
Y el último vistazo a nuestro Aletschhorn, encastillado al fondo de su valle.