Malgrat les meves borrasques mentals del “post†anterior, els parèntesis d’alta muntanya m’han permès des de fa molt aprendre a gaudir de la muntanya mitja. Fa molt de temps que m’hi moc, i des de que tinc a la meva gossa Mel ho faig gairebé setmanalment per la zona del Montseny-Matagalls. Ja fa molts anys, el 96, vaig escriure el meu homenatge al bosc, l’element més diferenciador de la mitja muntanya, i concretament al bosc de faigs, al meu entendre el bosc per antonomà sia. Era en aquella ocasió un cant al bosc en primavera o a les portes de l’estiu; tinc pendent encara de fer-ho al bosc tardoral, mà gic i ardent, o al bosc hivernal, aturat en la quietud lluminosa de la neu (“Todo se andaráâ€, és qüestió de posar-s’hi... d’imatges no em falten). Ho he combinat amb fotos meves, majorità riament del Montseny-Matagalls, que són més modernes que el poema i sovint no estan tretes exactament en primavera-estiu. Espero que tot plegat us agradi i que no ho trobeu massa llarg.
- El bosque primigenio -
Un sol primerizo acaricia con dulzura de amante
este mundo inocente salido de un sueño prolongado.
Sus dedos rosados se eternizan despacio
sobre cada uno de los matices renacidos del bosque.
La brisa es como una tenue presencia encantadora
que esparce su aliento preñado de humedad y de hojas.
Su textura de carne, olorosa y caliente,
despierta los sentidos como lo harÃa un beso.
Paseo por el bosque con enormes zancadas pendulares,
paseo sobre el bosque como un hacedor, como un poeta,
con el oÃdo atento al enorme metrónomo que yo mismo he activado.
Recorriendo su ser y sus conjuntos soy un dios satisfecho.
La hierba fresca salida de su baño nocturno de rocÃo
acoge mis pisadas como un útero amante y deseoso
de recibir mis rayos luminosos en su más honda entraña.
Yo lo sé y la recorro despacio, distraÃdo,
dejándome querer con la calculada displicencia de los niños.
que elabora esos verdes tenues e irreales, homogéneos,
invade mis pulmones y llega hasta mi espÃritu aquietado
por la vÃa fulminante y directa de la sangre.
Su atmósfera densa e imposible me embriaga con su aroma de helecho,
con su sabor agreste de acebos y de enebros.
Por fin emerjo al pasto que ciñe enamorado lo alto de la loma.
La hierba es aún más amante y más alta y más acogedora.
Decorada en mil tonos por el sol, desbrozada en mil caricias por la brisa,
me grita con más fuerza que me zambulla y la recorra,
que la habite con inquebrantable y amorosa persistencia.
Accedo a sus deseos y me hundo, como ancla sin barco,
en su fluido vivo y envolvente, tamiz de vientos y de soles,
y me abruma su aroma denso y húmedo a brizna y a nutriente,
un vaho que me seduce hasta las profundidades de la tierra.
El sol ha trazado una parte de su lÃnea invisible y perfecta
cuando vuelvo a mà mismo después de gozar de tanto amor.
La brisa se ha callado y sobre mÃ, en los tallos más altos
se ha impuesto la quietud atemperada que trae el mediodÃa.
El silencio me acerca el arrullo del agua que no discurre lejos
y me arrastro despacio siguiendo sus órdenes más Ãntimas.
Una corriente pequeña y transparente, virgen e indescifrable,
recorre la pradera con paciencia encomiable de semilla.
Su trabajo tranquilo e implacable ha trazado ese cauce
de fondo acristalado que rozo con la punta de los dedos.
El azar de su curso errabundo me conmueve
y su sustancia fresca y pura vence mis calores,
tras yacer con la hierba.
Más allá vuelve el bosque a ocupar las pendientes
que declinan suavemente hacia el fondo del valle.
El verde frescor mágico de las hojas de haya
oculta por un rato el ardor de la primera hora de la tarde.
El musgo y los insectos habitan silenciosos la penumbra,
una urbe de troncos y tocones iluminada de verde inverosÃmil,
una ciudad de helechos y de humedad nutricia y primigenia.
Las hojas y ramajes caÃdos desde el mundo de la luz
se hacinan en un sueño perenne que los convertirá en humus,
en un viaje que luego, a través de procesos inefables,
los izará transformados en haya, en pájaro o en ciervo.
Ahora, a mis pies, crujen desde su decrepitud ineluctable,
sin conciencia de ser, sólo materia y canto.
Donde la luz consigue penetrar sin tamices, explota inagotable
un baile de colores al son sutil y arduo de la brisa.
La atmósfera adquiere solidez de criatura luminosa e inquieta
que batiera su cuerpo en lucha impredecible con las sombras.
Ante mis ojos tilila un ser evanescente e informe
conformado por luz y carente de lÃmites concretos.
Es quizás la abstracción consumada del corazón del bosque.
A ratos la matriz-sotobosque se preña de silencio
y de su amor nace una quietud perfecta, un protocosmos
casi aniquilador de tan contemplativo.
Las copas del hayedo parecen elevarse por encima del mundo
como un firmamento de color esmeralda con estrellas de fuego,
multiplicación del sol en un millón de soles,
universo cerrado pero también abierto.
Bajo el sol de la tarde el hayedo se expande
porque su luz interior adquiere una densidad casi tangible.
Ha vuelto el aire a recorrer las hojas con ternura
como de madre amante y de esposo infalible.
Su canto viene acompañado de las sombras y el sueño.
El vapor amigable que sube de la tierra vuélvese tul y gasa
para vestir de noche la intimidad del bosque que se duerme.
La inmaculada corteza de las hayas, herida por los rayos de una luna incipiente,
despide una lechosa claridad que me cautiva y vence.
Con mis labios acaricio despacio esa tersura frÃa,
y me siento sultán acometido por un harén de vÃrgenes solÃcitas.
Luego, muy poco a poco, la neblina me arropa arrastrándome al sueño.
Encelados en la madre borradora, los troncos de las hayas
se me antojan columnas de un templo nunca proyectado,
la concrección de algo aún más difuso que el germen de una idea,
la primera versión de un mundo aún no concebido.
Barcelona, 1 de abril de 1996