El que segueix és un petit relat que he escrit aquests dies. Està basat en fets reals, naturalment, cosa que, a part de ser certa, és allò que es diu habitualment en aquests casos. Així feia sempre el meu estimat i admirat Borges, i quant més inversemblant era el que anava a explicar més insistia. Només m’he permès canviar algunes cosetes...
- El hombre de
Las luces del refugio de Estós se extendían como una luciérnaga en la vertiente ya en sombra. En el llaneo final, bajo las últimas pendientes, las ventanas iluminadas transmitían un calor casi real, casi un cosquilleo, una sensación casi física por contraste con la realidad de un aire de poniente ciertamente frío para ser mayo, un aire suave pero húmedo e infatigable que descendía de las alturas del collado de Gistain, un aire que empujaba las nubes que habían estado descargando buena parte de la jornada. También el contraste con las pendientes nevadas hacia el norte, a apenas doscientos metros por encima del refugio, contribuía a la percepción de ese reguero de luces como una batería de hornillos encendidos. Cuando traspasó la puerta del refugio, el vaho del calor, esta vez real y físicamente mensurable, le empañó las gafas. Regularizó la reserva y poco rato después ya estaba dando buena cuenta de la cena. Antes, en una breve conversación con uno de los guardas, éste le había comentado que el riesgo de aludes estaba más o menos entre los niveles dos y tres, algo nada excepcional en una primavera con todavía un buen manto de nieve a partir de cierta cota.
La madrugada estrellada le asaltó por las ventanas del comedor del refugio mientras desayunaba. Muy pronto la luz mágica del alba le vio salir para arriba, por la senda que se dirige hacia el Barranco de Gías, mostrándole el prodigio de matices rosados y anaranjados que iba tomando cuerpo desde la silueta lejana e inconfundible de las Maladetas; pese a la lluvia del día anterior, la méteo francesa estaba haciendo valer, al menos de momento, su esperanzadora previsión. Ya en el pasto inclinado que se extiende a los pies de la angostura del barranco pudo apagar el frontal y encarar con buena luz los pasajes más escarpados del sendero que remontaba casi tocando la corriente jubilosa y precipitada del agua. Enseguida recurrió a las raquetas, progresando por una nieve aún consistente, con ese punto delicioso para avanzar que adquiere con las suaves heladas de las madrugadas de primavera, antes de que el sol de mayo la convierta en una fatigosa gelatina inclinada.
En los primeros rellanos inclinados, por encima de la pequeña cascada, se encontró con otro montañero. Apareció desde la derecha. Parecía estar bajando de la zona de
Las puntas de La Baquo desde el Bardamina. Por todo el flanco que baja desde la punta central, rocosa (creo que es el Cap de La Baquo Oriental, de 3.103 m.), se desplomó la avalancha hasta casi el fondo de todo, saltando por el cinturón de roca que se ve y acabando en lo más angosto del Barranco de Gías, justo a sus pies.
Llegaron a los Clarabides, su destino, sin mayores problemas, y disfrutaron la cima principal durante mucho rato. La méteo era prodigiosamente bonancible y acogedora, mostrando bajo el sol poderoso de mayo una cordillera aún con mucha nieve, reluciente como un gigantesco y giboso diamante. Se empaparon de todo aquello a fondo y casi sin intercambiar palabra. De hecho apenas habían hablado durante la ascensión, sólo para acordar rápidamente renunciar al Gorgs Blancs, que mostraba una arista cimera muy cargada de nieve. Pero a nuestro montañero, hombre de pocas palabras y de escasas ambiciones técnicas, nada de esto le importaba demasiado y no empañaba en absoluto su felicidad: no necesitaba apenas oír o decir nada estando allí arriba, y los Clarabides salvaban más que honorablemente la jornada, unos picos sencillos pero preciosos, generosos en sus vistas pero también honrados en sus mínimos requerimientos técnicos y francos en su ejecución. Más tarde, cuando ya estaban saciados de Pirineo y de sol de mayo, ese sol que ya pica y arrasa la nieve, emprendieron el descenso. Seguían prácticamente en silencio, aunque el que iba alternándose delante siempre tenía un momento para volver la vista unos instantes y comprobar que el compañero avanzaba sin problemas. La nieve se aguantaba, se aguantaba bien y bajaron bastante deprisa a golpe de raquetas, sin provocar ni uno solo de esos deslizamientos traicioneros de las capas de nieve humidificada, esas típicas desescamaciones pequeñas del terreno que uno mismo va provocando al bajar y que pueden dar más de un susto si empiezan a descender contigo dentro y van cogiendo cuerpo, que te empiezan a llevar para abajo casi sin darte cuenta, que te captan con la perfidia de las sectas hasta que estás envuelto hasta el tuétano. Por fin llegaron a la zona más encajonada del Barranco de Gías y lo que se encontraron heló la sangre de nuestro hombre. Ya bajando habían podido ir viendo y calibrando, cada vez desde más cerca, las dimensiones de lo que había caído, pero hasta que no estuvieron sobre las pendientes que cierran por arriba la parte más estrecha del barranco, no se dieron cuenta cabal de lo que había pasado. Fue cuando su huella de la mañana se sepultaba bajo varios metros de bloques de nieve endurecida. El desconocido no decía nada, se limitaba a mirarlo todo con ojos muy abiertos y a mirarle a él de vez en cuando, casi a hurtadillas. Siguieron por el margen de un nevero inclinado, bordeando los restos del alud, hasta que en una suave hondonada no pudieron seguir rodeándolos: delante de ellos se levantaba un depósito que, a ojo vista, podía tener una altura total de tres o cuatro metros y ocupaba absolutamente todo el terreno practicable. No tuvieron más remedio que remontar la pendiente de derrubios y atravesarlo, en una especie de penosa peregrinación sobre los restos de un cataclismo. Casi le temblaban las piernas. Resultaba un espectáculo grandioso pero también dantesco, una exhibición por fin detenida de potencia devastadora, como la contemplación de una aniquiladora criatura que ahora descansara. No le quedaban diapositivas para dar fe de aquello, de hecho las había gastado ya todas, después de una jornada tan bonita de alta montaña. Quizás fuera mejor así, quizás fuera inmoral retratar todo aquello... Y es que estaba impregnado de una enorme belleza... aunque angustiosa, porque no podía remediar el pensar, mientras atravesaban el extenso campo de bloques blancos, que podrían haber estado allí en el momento fatídico, o que ese momento fatídico podría haber estado sucediendo ahora mismo. Iban descendiendo hacia la zona más encajonada del barranco, y no dejaban de hacerlo sobre el rastro del alud, un rastro que se quebraba brevemente en la zona más escarpada de la angostura para continuar más abajo, majestuoso, omnipotente, quizás asesino... No, asesino no, pensó enseguida, el asesinato requiere de una tesitura ética y moral de la que
Por fin muy abajo, ya a media altura del pasto inclinado que hay bajo el estrechamiento del barranco, a menos de media hora del refugio, dejaron de pisar la nieve convulsionada y accedieron a la hierba jugosa de mayo, pletórica de flores espléndidas que seguían viviendo ajenas a lo que se había detenido sólo unos metros más arriba. El desconocido, con el que había compartido buena parte de la jornada, la belleza sutil y relajante de las cimas, no le seguía. Él se había adelantado un poco en los últimos minutos, y cuando se detuvo y volvió la vista atrás ya no le encontró. Le esperó un buen rato, pero no apareció. En el refugio trató de relajarse con una cerveza, después de dar aviso de la que había caído. Parecía a priori que ningún grupo había sido afectado: por la hora temprana en la que había salido la escasa gente hacia arriba, nadie podía estar todavía en esa zona entre las ocho y media y las nueve de la mañana... Alguien comentó que en el barranco de Gías todos los años solía caer una buena, que era siempre muy avalanchoso... Vaya que si lo era, y eso que ya había transitado por él varias veces, incluso con más nieve que ahora, sin el más mínimo problema. En fin, la montaña es así, pensó tal vez con excesiva simpleza, mientras echaba tragos a su cerveza con más vehemencia de la que tocaba y le daba vistazos fugaces al sendero que baja de Gías, con la esperanza difusa de ver aparecer a su acompañante. Y no podía dejar de darle vueltas al asunto: todo se centraba en el momento, que era lo que habían comentado espontáneamente por la mañana él y su misterioso camarada, cuando veían bajar todo aquello desde tan lejos que parecía un sueño. El alud había caído muy pronto, a una hora intermedia en la que ya se ha subido por allí pero aún no se ha empezado a bajar... Se imaginó que hubiera caído a una hora más habitual, a partir del mediodía, tal vez a la una o a las dos de la tarde, cuando les tocaba bajar y de hecho habían bajado... Y tuvo que pedir otra cerveza para que las burbujas y el alcohol abrieran en su cerebro un espacio suficientemente amplio no copado por toneladas acongojantes de nieve. Tal vez en esos momentos en que iba serenándose, las burbujas configuraban en la jarra la imagen de alguien que le miraba con media sonrisa, casi a hurtadillas... Cuando en casa se puso a escribir la reseña-relato de la ascensión, como era su costumbre, algo acabó obligándole a hablar del ángel de la guarda que todos los montañeros llevan consigo.