Thursday 13 de September de 2007, 12:47:24
Impresiones...
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Lo que sigue es una introducción a mis relatos-reseña de montaña, escrita hace mucho tiempo (hacia el 88 u 89). Nunca ha salido del cajón, como tampoco lo han hecho por el momento los relatos que la siguen. Releyéndola me ha sorprendido lo bien que creo que me quedó, modestamente, y sobre todo el hecho de que no cambiaría apenas ni una coma, pese a haber pasado casi veinte años. Sólo hay un par de matices. El primero, objetivo, es que por entonces aún no me había movido por los Alpes (empecé en el 92...). El segundo es sobre la reflexión acerca de la "individualidad" que aparece hacia el final; la verdad es que mi concepción sobre el asunto ha cambiado un poco, no sé si incluso bastante, o si simplemente es la "realidad", o la aparente realidad que nos rodea, lo que se ha transformado. Hoy en día estoy llegando a la conclusión de que estamos en plena sobredosis de "individualidad", o peor aún, de aparente "individualidad", un espejismo de libertad y autonomía personal que, en el fondo, esconde un adocenamiento tal vez definitivo. Y lo más grave es que esa apariencia de individualidad nos está volviendo ferozmente egoístas... En fin.

 

 

 

 

"La ladera, atacada en diagonal, va prolongándose como un plano inclinado y pulidamente blanco, casi marmóreo y extrañamente brillante en medio de la sombra que la embarga. El reflejo en ella de las cimas de enfrente, deslumbrantes de sol, produce la sensación de caminar por un cristal con luz interior; una luz perla, tamizada, una aureola especialmente captada en las fotografías. Las botas apenas muerden la nieve endurecida, apenas dejan rastro, pero se adhieren con precisión y la superficie que las sustenta rechina levemente a cada paso, emite un apagado crujido que acompaña y estimula, un gemido indescifrable. Un poco más allá, casi bajo el collado, la sombra persistente de los meses de invierno ha consolidado incluso la capa superficial, y el delicado equilibrio de la adherencia anterior se desvanece. Son ahora los crampones los que dejan su rastro punteado, imperceptible, perforando apenas esa superficie de raras cualidades, generando una resonancia acompasada y hermosa en la pared próxima, en el absoluto silencio. Con cada paso, un suave estremecimiento penetra por las suelas y asciende por la espalda hasta las sienes, donde se acopla al pulso acelerado. En el collado aguarda el sol, y, con él, el calorcillo desentumecedor que invita al descanso, aunque breve. Allí existe la luz, y un viento ascendente desde los valles elevados que trae un vago aroma de hierba y chimenea, de rusticidad de cabaña allí abajo, donde la nieve cede a los pastos y los bosques. Al fondo, en la cima, despega con esfuerzo ímprobo y perenne una banderola de nieve aventada, ingrávida, desmenuzada en fragmentos tan ligeros como el aire. Oído, tacto, vista, olfato... Todas las percepciones entran en juego conformando el placer de la montaña.

 

Todo comenzó hace ya años, con aquellas lejanas ascensiones al Matagalls y al Turó de l'Home, cuando pateábamos el Pla de la Calma cargados como yaks y dormíamos en Coll Formic, sujetos a cierta inquietud por el contacto íntimo con una naturaleza anochecida, silenciosa, que por entonces aún nos cohibía. Este temor abstracto fue pronto vencido, y se convirtió en una paz absoluta, anonadante como una ventisca o tibia como el sol de otoño en una arista. En aquellos tiempos resultaba especialmente gratificante el recorrido pausado por las altas lomas que sostienen la cumbre del Matagalls, cuando ya la sabíamos próxima y nos explayábamos en la contemplación de las dulces colinas del Vallès. Poco después, en el vértice, la Creu decoraba nuestras fotos y, tras sus brazos curtidos y protectores, se abría la visión de un Pirineo resplandeciente que despertaba en nosotros el deseo de recorrerlo hasta la más amorosa extenuación. Aún pensábamos por entonces que aquellas cimas nevadas estaban fuera de nuestro alcance, y quizás estuviéramos en lo cierto. Las contemplábamos con recelo, con un respeto que escondía una cierta impotencia sana, aquella que origina la voluntad de ponerse en camino.

 

Toda actividad comienza en el deseo. Él da inicio al proceso complejo que culmina en los actos, en la ascensión. Puede surgir de la contemplación de una fotografía, o de los comentarios de un amigo, o de lo escrito por otros que ya vivieron su experiencia. El deseo es el alma motora de toda la vida humana, y en la montaña no es una excepción. El deseo provoca una efervescencia mental que inicia el camino. Los preparativos nacen de él, como meros prolegómenos de lo que vendrá detrás. En los días anteriores se han vislumbrado difusamente los momentos que se pasarán arriba. Se observan los mapas y las fotografías, se construye mentalmente el porvenir, oteando un futuro próximo y querido. Este ponerse en camino con antelación de vidente provoca que, a veces, no se sepa bien si lo que pasa por la mente es premonición o recuerdo. Ansiedad, introspección, evocación del futuro, planificación, horarios, pronósticos meteorológicos, elucubraciones sobre la vía adecuada o sobre el estado de la nieve... Todo ello se desvanece sobre el terreno, transformándose de manipulación mental en análisis contemplativo, en gozo. Y también sobre el terreno, palpando la montaña, el deseo genera la voluntad y la resistencia ante el esfuerzo; incluso la tenacidad, si ésta es precisa.

 

Aunque el deseo siempre es intenso, puede tener un enemigo directo: la pereza. La pereza puede obedecer a múltiples causas, pero en mi caso responde a una muy concreta: la resistencia al ejercicio físico. Pero, hasta ahora, casi siempre he logrado vencerla, aunque a veces parezca que mi cuerpo se niega al esfuerzo en ciernes. Esta contradicción me exaspera y me produce una impaciencia insoportable por comenzar a caminar. Existe una frontera sutil, aunque real, justo cuando uno acaba de ajustarse el calzado y va a echar a andar; dado el primer paso, la pereza comienza a estar vencida. Caminando todo resulta mucho más fácil porque uno se convierte en un elemento más de la montaña, inquieto y móvil como el viento.

 

El Pirineo adquiere toda su grandeza de gran cordillera en invierno, cuando los campos de nieve se eternizan y los flancos se visten de heladas estructuras que incrementan su altivez y aislamiento. La vida se aletarga ante el rigor del frío, pero la montaña recupera su verdadera dimensión, su auténtico y agreste carácter. Los días soleados de invierno se me antojan uno de los espectáculos más hermosos: la montaña convertida en un gigantesco helero giboso, vivo, acariciado por vientos tan diversos que esa nieve blanquísima parece una experta e insaciable amante; la presencia única y cortante del aire helado; la transparencia de una atmósfera que parece no estar, de un azul profundo que resalta los inquietantes perfiles blancos de cumbres y de aristas. Entonces puede entenderse la grandeza de las arrugas de la Tierra. A finales del otoño o en primavera también puede disfrutarse de un entorno parecido, y es que la presencia de la nieve redime a la montaña. En cotas no ocupadas por la nieve, la primavera supone una lujuriosa explosión de agua y vida, de praderas que invitan a la pausa, de frondosos bosques caducifolios, de flores que condimentan el aroma agreste de la montaña y colorean exquisitamente sus vertientes. Y en otoño es el estallido de color en laderas y valles boscosos, con la primera nieve arriba aportando la frialdad blanca que las cotas altas nunca deberían perder.

 

En verano, en cambio, su altura modesta y su baja latitud convierten al Pirineo, a partir de cierta cota, en un inmenso campo de derrubios del que brotan espolones y paredes, a cuyos pies sobreviven, a veces, tristes y solitarios neveros terrosos, espectros del esplendor invernal. La visión estival de las zonas de cimas no carece de encanto, pero la desnudez polvorienta de tantas y tantas laderas acaba por oprimirme, por entristecerme. La luz cegadora de los días cálidos arranca toda la fabulosa coloración mineral de las vetas de la Tierra, pero los horizontes se muestran sepultados por un aire opaco y denso que disuelve los volúmenes y reduce los panoramas. Las cimas de los tresmiles parecen hallarse más abajo, se convierten en serranías. Es, además, inmenso el calor que puede hace allí arriba, y éste también es un motivo que me hace preferir la nieve y el frío, más allá del criterio estético: el calor disminuye mi rendimiento, tanto físico como mental. 

 

¿Qué es la cima? Probablemente no sea nada, porque sólo en nuestra cabeza adquiere la plenitud de su sentido, que va mucho más allá de la hermosa sencillez de un hito orográfico. En la mente y el esfuerzo se convierte en un hito espiritual. Messner, con admirable concisión, la define como "el punto donde las líneas convergen". La simplicidad geométrica de esta frase encierra mucho de esa necesidad irrefrenable de culminación, de orgasmo y comunión. La cima podría ser también el punto donde se recobran las energías empleadas en la ascensión. En realidad, una ascensión es un intercambio de energía: del montañero a la montaña durante el ascenso, de la montaña al montañero en la cima, la cual se proyecta hacia el cosmos como la boca de un cañón. Y esta energía vuelve redoblada. Seguramente es simple psicología, pero es cierto que el retorno de una cima conquistada es menos agotador que el de una que haya escapado a nuestras botas. En todo caso, tratar de racionalizar la sensación de cumbre es totalmente pueril. Y, todavía peor, insultante para la montaña y el montañero.

 

La importancia de la cima es muy diversa, según quién la persiga, de qué manera y por dónde. Muchos escaladores técnicos conciben la ascensión, preñada de dificultades calculadas, como un fin en sí mismo respecto del que la cima es otra cosa diferente. La culminación es la realización de la vía en sí. Yo no comparto esta idea, seguramente porque soy un montañero técnicamente elemental que va a las alturas más como curación del espíritu y alimento estético que como deporte de alta dificultad. Creo que la montaña, hecha con sencillez técnica pero sin dejar de lado la dureza y el esfuerzo, se convierte en algo más que un deporte. Si no fuera así no iría a la montaña, porque el deporte en sí mismo no me interesa. Para mí, hacer montaña es un ejercicio de esforzada contemplación. Antes que cualquier otra cosa. Y porque es esto, y no otra cosa, no disfruto con los itinerarios que superan mi capacidad, pues el placer quedaría desplazado por la tensión, e incluso el miedo. Ya no sería un montañero, sino un escalador, y ni puedo ni me interesa pretenderlo. Sólo los itinerarios que no desbordan peligrosamente mi capacidad pueden proporcionarme placer; y, para mí, la montaña es tanto placer como esfuerzo o dificultad. Desde esta perspectiva, la cima adquiere un enorme sentido.

 

Pero no hay que exagerar las cosas. La recompensa también es grande cuando se ha recorrido una montaña sin alcanzar su cumbre, pues la paz, belleza y soledad de los parajes proporcionan mucha satisfacción. A veces, incluso es bueno y necesario tener que darse la vuelta, porque sirve para tomar conciencia de nuestra pequeñez ante la Naturaleza, la única actitud posible para evitar su destrucción y la nuestra. Es admirable que las montañas, incluso nuestras modestas montañas, sean todavía capaces de rechazar al ser humano, que casi todo lo ha podido a estas alturas de su historia. Es una cura de humildad que ayuda a dejar en su justo lugar el progreso material de una sociedad desquiciada. Y digo adrede "progreso material", porque quizás sea el único que, desgraciadamente, se ha producido de forma clara en seis mil años de Historia. Pero, a pesar de estas consideraciones, el retorno sin cumbre es distinto, porque el desgaste físico y psíquico no se ha visto recompensado del todo: uno vuelve inevitablemente cabizbajo.

 

Resultaría ridículo, objetivamente, que hablara de mis aventuras en montaña, de hazañas, de gestas alpinísticas en las que mis capacidades trabajan al límite (aunque alguna vez han debido estar cerca, cerca de mi límite: los límites de cada uno son personales e intransferibles). Muchos avezados alpinistas se reirían. Tales términos pueden quizás emplearse respecto de ascensiones himaláyicas, andinas, en ciertas rutas de los Alpes o en determinadas vías y macro-travesías pirenaicas. Pero nada de esto he hecho yo en la montaña; no hay más que echar una ojeada a las ascensiones que se describen a continuación. Tampoco he sentido la necesidad de hacerlo, al menos hasta ahora. La aventura, en realidad, depende de cada uno, de sus capacidades y aspiraciones: la aventura es un producto de la situación física y anímica personal. Por otro lado, las “gestas” debidas a ascensiones sin equipo adecuado, o sin preparación técnica y física, o despreciando deliberadamente una meteorología adversa, no son verdaderas aventuras de montaña, porque la montaña exige previsión de riesgos calculados y no imprudencia, la cual obtiene emociones buscando descaradamente el peligro. Es más, la aventura puede surgir en cualquier lugar y sin circunstancias excepcionales: un paseo de verano por una cuenca lacustre también pude ser una aventura. Su presencia también depende del romanticismo interior de cada uno. A veces, puede surgir del peligro no previsto o del desconocimiento, pero en tales casos es, ante todo, un ejercicio de falta de previsión. En definitiva, siempre sale uno a la montaña buscando algo de aventura, pero ésta nunca es objetivamente valorable. Quien piense que uno sube ahí arriba a buscar y vivir situaciones límite está equivocado. Puede haber gente que lo haga, pero no es mi estilo; quizás tenga miedo para hacerlo, y, además, la montaña es ante todo gozo y quietud.

 

Sin lugar a dudas, lo más importante que aporta la montaña es la sensación de libertad. Este tópico es tan real como una ráfaga de viento gélido en el rostro: es uno de los pocos tópicos que considero incontestables. Es una sensación pura e intensa, imagino que comparable a la que experimenta el nómada o el navegante solitario, que dependen únicamente de su resistencia, de su sentido de la orientación y de sus propios medios. Es muy hermoso saberse por unas horas en manos de uno mismo, exclusivamente y sin interferencias de nadie. Para las personas que, como yo, son poco sociables, detestan las aglomeraciones y saben disfrutar de un grupo reducido, casi mínimo, de amigos, las jornadas de montaña suponen una maravillosa cura mental, aparte del placer que de por sí proporcionan. Si, para remate, vivimos en urbes desquiciadas y asfixiantes, la terapia montañera es absolutamente infalible. El verme totalmente marginado de la diarreica marea social, tratando no más que con las piedras y la nieve, se convierte en uno de los mayores alicientes de mis incursiones en la montaña. Ya sé que esto puede esconder inadaptación, introspección enfermiza y miedo al hombre. Sí, es posible, y las montañas suprimen sus efectos. En fin, alguien podría pensar que se trata de una actitud patológica, pero... ¡qué demonios! De algo hay que morir.

 

Pienso que la individualidad, que hoy encuentro tan mermada pero tan necesaria, se redimensiona allí arriba. Eres tú y la montaña, sin intermediarios. Es cierto que la relación con los compañeros de ascensión es muy importante, pero esa es otra historia, porque cada uno de ellos sigue siendo él mismo y la montaña: un grupo de individualidades y la montaña, no una masa informe y la montaña. En ocasiones, el ambiente de "kermesse" que se respira en ciertos refugios y en algunas cimas merma esta relación individual e intransferible, pero siempre es mucho menos grave que lo que sucede en las ciudades, en los pueblos, en cualquier lugar donde la gente se amontona y el hombre se convierte en un engranaje de la implacable maquinaria social.

 

Esta sensación de libertad y desprendimiento respecto de tantas y tantas cosas anecdóticas, superfluas, imbuye de una gran paz. Desde arriba se comprende la accesoriedad de todo aquello que abajo parece tener una importancia fundamental. Creo que arriba la vida se reduce a lo esencial". 




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